P. Luis Alarcón Escárate
Párroco San José-La Merced
Vicario Episcopal Curicó y Pastoral Social
Capellán CFT-IP Santo Tomás Curicó
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: <<Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: << ¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!>>. Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado (Lucas 18, 9-14).
En este trigésimo domingo les dejo esta reflexión del Padre Pagola que nos invita a mirar estos dos modelos de oración: “La parábola de Jesús es conocida. Un fariseo y un recaudador de impuestos suben al templo a orar. Los dos comienzan su plegaria con la misma invocación: Oh Dios. Sin embargo, el contenido de su oración y, sobre todo, su manera de vivir ante ese Dios es muy diferente.
Desde el comienzo, Lucas nos ofrece su clave de lectura. Según él, Jesús pronunció esta parábola pensando en esas personas que, convencidas de ser justas, dan por descontado que su vida agrada a Dios y se pasan los días condenando a los demás.
El fariseo ora «erguido». Se siente seguro ante Dios. Cumple todo lo que pide la ley mosaica y más. Todo lo hace bien. Le habla a Dios de sus «ayunos» y del pago de los «diezmos», pero no le dice nada de sus obras de caridad y de su compasión hacia los últimos. Le basta su vida religiosa.
Este hombre vive envuelto en la «ilusión de inocencia total»: yo no soy como los demás. Desde su vida «santa» no puede evitar sentirse superior a quienes no pueden presentarse ante Dios con los mismos méritos.
El publicano, por su parte, entra en el templo, pero se queda atrás. No merece estar en aquel lugar sagrado entre personas tan religiosas. No se atreve a levantar los ojos al cielo hacia ese Dios grande e insondable. Se golpea el pecho, pues siente de verdad su pecado y mediocridad.
Examina su vida y no encuentra nada grato que ofrecer a Dios. Tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro. Sabe que su vida no cambiará mucho. A lo único que se puede agarrar es a la misericordia de Dios: Oh Dios, ten compasión de este pecador.
La conclusión de Jesús es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Vuelve a casa trasformado, bendecido, «justificado» por Dios. El fariseo, por el contrario, ha decepcionado a Dios. Sale del templo como entró: sin conocer la mirada compasiva de Dios.
A veces, los cristianos pensamos que «no somos como los demás». La Iglesia es santa y el mundo vive en pecado. ¿Seguiremos alimentando nuestra ilusión de inocencia y la condena a los demás, olvidando la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas?”.
La oración del fariseo y el publicano son dos maneras de ponerse frente a Dios. Para el fariseo, solo cuenta su vida; todo pasa por su esfuerzo personal y cree que todo lo hace bien.
Hemos comenzado a vivir el año de nuestro centenario diocesano, pidamos que en cada momento de nuestra vida y celebraciones tengamos en cuenta la apertura del corazón al Señor, que nuestra mirada hacia los demás sea cariñosa e inclusiva. Que nos demos cuenta que todo lo va construyendo el Señor y cada uno de nosotros es necesitado de la misericordia divina.
Trigésimo domingo del año, 26 de octubre 2025.